Al cabo de unos días, llegó al bosque y, abriéndose paso entre la maleza, de repente escuchó una voz estridente:
Asombrado buscó el origen de esa voz pensando que a lo mejor alguien podía estar necesitando su ayuda, pero sólo encontró un lobo ¡cómo estaba el pobre animalito! Se le podían contar las costillas y el pelo se le caía a mechones; daba auténtica lástima verlo.
¿Qué té pasa lobo?
- Estoy mal, de un tiempo a esta parte todo me va mal. No tienes más que observar mi aspecto…
- ¡No! No me cuentes nada más porque yo también tengo mala suerte. Por eso voy a ver el dios de la suerte para pedirle que me la cambie.
- Por favor, le rogó el lobo, pídele también consejo para mí.
- Muy bien, no te preocupes que yo se lo pediré. Hasta pronto, le dijo el hombre antes de reemprender la marcha.
Caminó, caminó y caminó, durante mucho tiempo. Al fin llegó a la sabana. Hacía mucho calor. El sol quemaba y la sabana parecía no tener fin.
Suplicante, exclamó para sí…
- ¡Ay, qué no daría yo por un poco de sombra!
Nada más terminó de desearlo, vio a los lejos un maravilloso árbol frondoso, cuya sombra invitaba a reposar, a duras penas llegó hasta él y se recostó a descansar apoyándose en su tronco. Al cerrar los ojos, oyó una voz:
-¡Oooooooohh! ¡Oooooooohh!
El hombre, sobresaltado, abrió los ojos, pero no pudo ver a nadie quejándose cerca de él, por lo tanto, se recostó de nuevo, pero de pronto escuchó otra vez aquella voz lastimera:
- ¡Oooooooohh! - ¡Oooooooohh!
Así pasó varias veces más sin que pudiera averiguar la procedencia de aquellos lamentos. Intrigadísimo, por fin se le ocurrió preguntar:
- ¿Eres tú, árbol? - Sí, yo soy. - ¿Qué te pasa, árbol? - No lo sé, de un tiempo a esta parte todo me va mal. ¿No ves mis ramas torcidas y mis hojas marchitas? ¡Oooooouuuu…oooooooouuu!
-¡No sigas! ¡Ya sé de qué me estás hablando! Yo también tengo mala suerte; por eso voy a pedirle al dios de la suerte que me la cambie.
- Por favor, pídele también consejo para mí, le suplicó el árbol. - No te preocupes, lo haré.
Y con esta nueva promesa, se marchó. Caminó y caminó mucho tiempo.
Empezó a adentrarse en unos cerros que había más allá de la sabana. Desde lo alto de una colina, avistó un maravilloso valle. Parecía un paraíso, estaba lleno de árboles, flores, prados, un riachuelo, pájaros… era un maravilloso lugar. Bajó hasta el valle y descubrió, en medio de aquel precioso paisaje, una casa muy acogedora.
Se acercó a ella y en el porche vio a una mujer muy hermosa que parecía esperarle. Ésta le dijo:
Ven, viajero, ven a descansar.
El hombre estaba agotado, así que aceptó de buen grado. Pasaron una velada muy especial. Tomaron una sabrosa comida y contaron muchas cosas.
El hombre le dijo:
-Te veo triste. -Sí, es verdad, de un tiempo a esta parte no me siento bien. Vivo en este lugar maravilloso y, sin embargo, noto que algo me falta. -¡No sigas! Conozco esa sensación, por eso voy a ver al dios de la suerte para que la cambie.
La mujer, anhelante, le respondió: -Dile que te dé consejo para mí.
A la mañana siguiente el hombre reemprendió su viaje.
Tras caminar mucho y muchísimo tiempo, el hombre llegó al fin del Mundo. Se asomó, miró hacia abajo… a la derecha… a la izquierda… hacia arriba… pero sólo había estrellas por todas partes. De pronto, enfrente suyo, se formó una nube, ésta fue adquiriendo forma y terminó transformándose en la cara de un hombre.
- ¿Tú eres el dios de la suerte? Le preguntó- - Sí, yo soy. - Tú sabes que las cosas me van mal y he venido para pedirte que cambies mi suerte. - Bien, estoy de acuerdo en hacer eso por ti, pero sólo hay una condición. Tienes que estar muy atento y buscar tú mismo, tu buena suerte. - El hombre, muy contento y satisfecho, se despidió del dios.
Quería llegar cuanto antes a su casa para ver si su suerte había cambiado realmente, así que corrió y corrió durante mucho tiempo y llegó hasta aquel valle. Ya casi estaba pasando de largo la casa de aquella mujer, cuando ella, que estaba en el porche, como la otra vez. Le vio y le llamó:
- ¡Eh! ¡espera! ¡ven aquí! Cuéntame lo que ha pasado.
El hombre le respondió entusiasmado:
- He visto al dios de la suerte y me ha prometido que me la va a cambiar. Sólo me pidió que estuviera atento. Ahora tengo que irme, he de buscarla. - Y… ¿no te ha dado un consejo para mí? - A ver… a ver si recuerdo… ¡Ah! sí. Me dijo que lo que té falta es un hombre, un compañero aquí, en este valle de ensueño.
Ante estas palabras, la cara de la mujer se iluminó y exclamó:
- ¡Sí! ¡Sí! Eso es.... y… ¿no quieres ser tú ese hombre? - Me gustaría mucho pero no puedo. Tengo que seguir mi camino y buscar mi buena suerte. Adiós, mujer, me voy corriendo, porque he de encontrarla lo antes posible.
Y corrió y corrió y corrió durante mucho tiempo. Después de varios días llegó nuevamente a la sabana y al pasar al lado del árbol, éste le hizo detener interrogándole…
- ¿Qué te ha pasado buen hombre?
Otra vez el hombre relató su historia y nada más terminarla quiso salir corriendo; pero el árbol le detuvo, preguntándole:
- Y para mí... ¿para mí, el dios no te dio ningún consejo?
A ver… a ver si recuerdo,,, ¡ah! sí, me dijo que debajo de tus raíces había un enorme tesoro que te impide crecer. Lo único que tienes que hacer es sacarlo y todo te irá bien de nuevo.
Tras decirle esto al árbol, el hombre quiso salir corriendo, pero el árbol le retuvo hablándole nuevamente.
-
Verás… yo no puedo desenterrar ese tesoro. Si tú lo quieres hacer por mí, te lo podrás llevar y así serás, muy rico. A mí no me sirve y lo único que yo quiero es que mis raíces crezcan de nuevo en plena libertad, le propuso el árbol.
El hombre, impaciente y un poco fastidiado ya, le respondió:
- Me encantaría ayudarte, pero no puedo, porque he de seguir mi camino y buscar mi buena suerte. Lo siento, árbol, me voy, adiós.
El hombre, precipitadamente, emprendió la marcha y corriendo, se alejó de allí.
Corrió y corrió y corrió durante mucho tiempo. Llegó al bosque, no había pasado demasiado tiempo cuando de nuevo oyó aquellos lastimosos quejidos del lobo. Iba a pasar de largo, pero el pobre animal le llamó. El hombre, a toda prisa, le contó su historia y todo lo que había estado sucediendo en su viaje de regreso a casa, el lobo, al igual que los demás, también le preguntó:
- Y para mí… ¿para mí no te dio también un consejo? - A ver… a ver si me acuerdo… - ¡Ah! sí, me dijo que para ponerte de nuevo fuerte sólo tenías que hacer una cosa; comerte a la criatura más estúpida de la tierra y que entonces te irá todo bien.
El lobo se levantó y con sus últimas fuerzas, se abalanzó sobre el hombre y … ¡lo devoró!
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